Maestros
Cada año por estas fechas, los maestros reinventan con sus alumnos el mundo, y empiezan a construir el frágil espacio simbólico que les servirá como lugar de encuentro. No se trata de continuar el trabajo interrumpido por las vacaciones de verano, sino de inventarlo todo de nuevo. Es una tarea compleja e incierta que comienza por compartir palabras, conceptos, sentimientos, complicidades y miradas. Como escribió Philip W. Jackson, en La vida en las aulas, en educación todo es más parecido al vuelo de la mariposa frágil, imprevisible e incierto-, que a la trayectoria de una bala que lamentablemente- se puede calcular con precisión y dirigir a un lugar predeterminado. En educación, lo que funciona hoy es casi seguro que no servirá de nada mañana, lo que ayuda a Carmela no vale para Daniel y, desde luego, no es lo que necesita Javier. Y sólo una maestra con mirada de maestra- es capaz de intuir lo que precisa cada uno de sus alumnos y de sobrevivir en ese caos comunicativo que es el aula, al tiempo que toma, cada hora, centenares de decisiones.
Pasado el tiempo, hay personas que resumen sus años de escolaridad en una actividad que les cautivó, en los juegos, en los primeros amigos o en algunas celebraciones. Pero lo más frecuente es que recordemos a un maestro, que recordemos sus palabras, la pasión que nos transmitió por un libro, por el saber. Lo común es recordar a aquellos maestros que fueron importantes en la vida de sus alumnos porque un día les hicieron sentir queridos, comprendidos o protegidos.
Todavía merece la pena dedicarse a un oficio tan difícil porque, a veces, aunque sea de cuando en cuando, pasan cosas tan hermosas que cuesta trabajo creerlas. Por ejemplo, el filósofo Emilio Lledó en una autobiografía intelectual publicada en la revista Antrophos, confiesa que, en Vicálvaro, durante la II República, el mayor atractivo de su escuela, una escuela con estanque, jardín y un hermoso patio de recreo era, precisamente, don Francisco, el joven maestro que todos los días invitaba a aquellos niños, que tenían entre ocho y doce años, a escribir unas sugerencias de la lectura, un comentario personal de un fragmento del Quijote, de la prensa diaria o de un libro histórico. Lledó dice haber tenido buenos maestros, sobre todo en Alemania, pero ninguno de ellos despertó en él el firme deseo de saber, ni supo hacer del aprendizaje y del conocimiento una apasionante aventura como don Francisco, a quien coloca junto a Julián Marías, Hans G. Gadamer, Otto Regenbogen o Karl Löwith. Otro caso que demuestra la importancia que pueden llegar a tener los maestros lo encontramos en Santiago Hernández Ruiz, maestro en Paniza entre 1925 y 1930, referente de una generación de hombres, conocidos como los de don Santiago, que dicen, emocionados, deberle todo cuanto han sido a este maestro. Necesitamos, hoy más que nunca, maestros como el de La lengua de las mariposas, el estremecedor cuento de Manuel Rivas porque don Gregorio sabía transmitir el sentido de cuanto ocurría en la vida de unos niños de aldea que se asomaban, desde las ventanas del aula, al mundo. Necesitamos maestras contentas de serlo, como decía María Sánchez Arbós, la educadora oscense que quiso ser, antes que profesora de la Universidad o de la Escuela de Magisterio, maestra.
Hay miles de maestros en Aragón que trabajan un día detrás de otro, silenciosa y honestamente. Maestros que, a veces, caen en el desánimo y pierden la esperanza, pero vencerán porque como escribe José Antonio Labordeta recordando a su padre en Los amigos contados, la historia vence y venceremos. Porque dejar las manos y los ojos en los rostros hermosos de los niños, no se pierde en el aire, en el olvido. Crecen igual que el viento, que la vida....
Pasado el tiempo, hay personas que resumen sus años de escolaridad en una actividad que les cautivó, en los juegos, en los primeros amigos o en algunas celebraciones. Pero lo más frecuente es que recordemos a un maestro, que recordemos sus palabras, la pasión que nos transmitió por un libro, por el saber. Lo común es recordar a aquellos maestros que fueron importantes en la vida de sus alumnos porque un día les hicieron sentir queridos, comprendidos o protegidos.
Todavía merece la pena dedicarse a un oficio tan difícil porque, a veces, aunque sea de cuando en cuando, pasan cosas tan hermosas que cuesta trabajo creerlas. Por ejemplo, el filósofo Emilio Lledó en una autobiografía intelectual publicada en la revista Antrophos, confiesa que, en Vicálvaro, durante la II República, el mayor atractivo de su escuela, una escuela con estanque, jardín y un hermoso patio de recreo era, precisamente, don Francisco, el joven maestro que todos los días invitaba a aquellos niños, que tenían entre ocho y doce años, a escribir unas sugerencias de la lectura, un comentario personal de un fragmento del Quijote, de la prensa diaria o de un libro histórico. Lledó dice haber tenido buenos maestros, sobre todo en Alemania, pero ninguno de ellos despertó en él el firme deseo de saber, ni supo hacer del aprendizaje y del conocimiento una apasionante aventura como don Francisco, a quien coloca junto a Julián Marías, Hans G. Gadamer, Otto Regenbogen o Karl Löwith. Otro caso que demuestra la importancia que pueden llegar a tener los maestros lo encontramos en Santiago Hernández Ruiz, maestro en Paniza entre 1925 y 1930, referente de una generación de hombres, conocidos como los de don Santiago, que dicen, emocionados, deberle todo cuanto han sido a este maestro. Necesitamos, hoy más que nunca, maestros como el de La lengua de las mariposas, el estremecedor cuento de Manuel Rivas porque don Gregorio sabía transmitir el sentido de cuanto ocurría en la vida de unos niños de aldea que se asomaban, desde las ventanas del aula, al mundo. Necesitamos maestras contentas de serlo, como decía María Sánchez Arbós, la educadora oscense que quiso ser, antes que profesora de la Universidad o de la Escuela de Magisterio, maestra.
Hay miles de maestros en Aragón que trabajan un día detrás de otro, silenciosa y honestamente. Maestros que, a veces, caen en el desánimo y pierden la esperanza, pero vencerán porque como escribe José Antonio Labordeta recordando a su padre en Los amigos contados, la historia vence y venceremos. Porque dejar las manos y los ojos en los rostros hermosos de los niños, no se pierde en el aire, en el olvido. Crecen igual que el viento, que la vida....
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Mariano -