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el vuelo de la mariposa

La ética y el monumento a Vicente Campo

En las últimas semanas hemos asistido a un debate cívico y democrático sobre la conveniencia y la oportunidad de que el Ayuntamiento de Huesca dedique un monumento a Vicente Campo. Y felicito, en primer lugar, al Diario el Altoaragón por amparar y dar cabida en sus páginas a estos debates tan necesarios en un tiempo en el que sólo parecen importar los negocios del corazón, los grandes hermanos o las operaciones triunfo.

Hace seis años que trabajo en la Escuela de Magisterio, actual Facultad de Ciencias Humanas y de la Educación de la Universidad de Zaragoza. Doy clase, por lo tanto, en las mismas aulas en las que profesaron Vicente Campo y Ramón Acín, en la misma institución en la que se formaron maestros como Simeón Omella, Paco Ponzán, Telmo Mompradé, María Sánchez Arbós o Evaristo Viñuales. Desde esta condición de oscense por voluntad propia es desde donde escribo.

Vicente Campo fue uno de los primeros maestros españoles que viajó al extranjero becado por la Junta para Ampliación de Estudios que presidía Santiago Ramón y Cajal. Le acompañaba otro ilustrísimo maestro: mi admirado Pedro Arnal Cavero. Esta beca supone que ambos estuvieron en contacto con la tradición pedagógica más moderna y progresista del siglo XX, y la que con más saña fue perseguida y castigada por el régimen del general Franco: la Institución Libre de Enseñanza.

Durante la dictadura de Primo de Rivera, Vicente Campo fue alcalde de la ciudad. También fue el editor de Las corridas de toros en 1970, la satírica obra de su compañero en la Escuela Normal de Maestros Ramón Acín, o de La enseñanza complementaria obrera, una comprometida obra de la inspectora Leonor Serrano, curiosamente trasladada a Huesca por la propia Administración de la dictadura primorriverista como consecuencia de un expediente disciplinario. También fue Vicente Campo el editor de "El Educador", un semanario dirigido por Miguel Sánchez de Castro, el regente de la Escuela Aneja a la Normal de Maestros, que fue amigo personal de Pablo Iglesias y un pedagogo radical. Aunque en este momento no se está pensando en homenajear al Vicente Campo educador, sino al alcalde, quiero con estos detalles poner en evidencia que Vicente Campo conocía sobradamente el patrimonio pedagógico (representado por maestros que eran sus compañeros o alumnos suyos) que la dictadura del general Franco suprimió –físicamente-, desterró de la memoria, condenó al olvido y que con tanta dificultad hemos tratado de recuperar en tiempos de la reciente democracia. Y a pesar de ello, colaboró desde la alcaldía de la ciudad con un régimen totalitario. Y éste no es un detalle menor. Aunque quiero comprender las razones de quienes defienden el monumento a Vicente Campo aduciendo que fue buen alcalde porque no le hizo ningún mal a nadie, no me parece una razón suficiente. Creo que no basta con adoquinar una calle, o con hacer un pantano para merecer un monumento cuando aún tenemos la memoria secuestrada. Un monumento es un gesto desmedido.

Vicente Campo sabía, por ejemplo, que en la Escuela Normal que él dirigió faltaba Ramón Acín. Sabía lo que había pasado con centenares de víctimas. Vicente Campo como otras personas con un nivel mínimo de formación no podía creer la retórica vacía de los vencedores de la guerra civil. He tratado muchas veces de ponerme en el lugar de aquellas personas que vieron sacudidas -y destrozadas- sus vidas por la guerra civil y me he preguntado cómo pudieron seguir adelante. Quizá sea que estamos programados para vivir. Comprendo el miedo y el silencio. Pero no era necesario ser alcalde durante la dictadura de Franco.

Fernando Elboj sabe que la política tiene una evidente dimensión ética. No pedimos que se retire el busto de Vicente Campo del parque, ni que se cambie el nombre de la calle que lleva su nombre. Pero estoy de acuerdo con quienes sostienen que levantar un monumento en homenaje a Vicente Campo es innecesario, desmedido e injusto. Por la ética que siempre encierran los gestos.

Y escribo esta carta el mismo día que se cumplen sesenta y ocho años desde que la tierra de Huesca se tiñó con la sangre de noventa y ocho oscenses -entre ellos se encontraba Conchita Monrás, la esposa de Ramón Acín- que fueron asesinados en las tapias del cementerio de nuestra ciudad.

Huesca, 23 de agosto de 2004

1 comentario

Pepe M. -

Bravo, Víctor. Un artículo valiente, comprometido y conmovedor. Un abrazo muy fuerte.